¡Qué agradable tarde de primavera hacía en el aeródromo! En la plataforma pasaban el tiempo todo tipo de aviones, avionetas, hasta uno que era bombero y cargaba mucha agua en su buche para escupirlo después sobre los fuegos. Parecía un día de fiesta, todos lucían sus trajes más coloridos. Sí, era realmente agradable estar en el aeródromo.
Allí, bajo el techo del mismo hangar, habían llegado esta misma mañana de sus fábricas varios pequeños avioncitos. Entre todos, llamaba la atención uno, que era más pequeño y raro. Fue el último que había venido al hangar y no era como los demás. Las alas, en vez de ir fijas en el costado, daban vueltas sobre su cabeza. Y era muy delgadito, se le veía casi toda la estructura y, además, no era cerrado como sus colegas de hangar.
En el mismo hangar vivía una vieja avioneta patín de cola, encargada de su educación, y que les enseñará todo lo que tienen que aprender, como a volar con mapa. De todos es sabido que los pequeños avioncitos no saben usar el mapa para volar ni tienen instrumentos como los grandes, por lo que se fían de un pequeño aparato que se llama «Guía Para Simples» o abreviando GPS. Por su avanzada edad y su pequeña pata en la cola le llamaban «Mamá pata». Cuando rodaban por la plataforma, Mamá pata iba delante y los pequeños detrás, por lo que burlescamente les llamaban los patitos, como si de una familia de patos se tratara.
Al día siguiente hizo un tiempo maravilloso. El sol resplandecía. Mamá pata se acercó a la pista seguida de los pequeños avioncitos y…. ¡ñiauu!, despegó.
– ¡Pista libre, pista libre! – decía. Y uno tras otro los avioncitos fueron despegando tras ella. Volaban sin el menor esfuerzo, y al poco estuvieron todos en el aire. Hasta el avioncito feo y delgado volaba con los demás.
– Fíjense en la elegancia con que vuela – dijo Mamá pata – y en lo derecho que se mantiene. Y si uno lo mira bien, se da cuenta enseguida de que es realmente muy guapo. ¡Bruuummm! Vamos, vengan conmigo y déjenme enseñarles el mundo y presentarles al aeródromo entero. Pero no se separen mucho de mí, no sea que los abollen. Y anden con los ojos muy abiertos, por si viene el gestor del aeródromo.
Y con esto aterrizaron y rodaban hacia el hangar cuando pasaban frente a un enorme avión de dos motores.
– ¡A ver!, no dejen de hacerle un saludo a ese avión. Es el más fuerte de todos. Los avioncitos bien educados siempre saludan a los demás así que ahora hagan una reverencia y saluden. – dijo la vieja avioneta.
Todos obedecieron, pero las otras avionetas grandes que estaban en plataforma los miraron y exclamaron en alta voz:
– ¡Vaya! ¡Como si ya no fuésemos bastantes! Ahora tendremos que rozarnos también con esa gentuza. ¡Uf!…. ¡Y qué avioncito tan feo! No podemos soportarlo. –
– ¡Déjenlo tranquilo! – dijo Mamá pata. – No le está haciendo daño a nadie. –
– Sí, pero es tan desgarbado y extraño – dijo el bimotor, – que no quedará más remedio que despachurrarlo. –
– ¡Qué bonitos avioncitos, muchacha! – dijo una Cessna que era maestra de escuela. – Todos son muy hermosos, excepto ese, al que le noto algo raro. Es tan feo que seguro que vuela porque la tierra lo repele – . Y todos empezaron a reír.
– No es hermoso – dijo la vieja avioneta – pero tiene muy buen performance y vuela tan bien como los demás, y me atrevería a decir que hasta un poco mejor. Lo que pasa es que llegó el último y por eso no estáis acostumbrados.
– Estos otros avioncitos son encantadores – dijo el bimotor – Quiero que se sientan como si fueran uno más de nosotros –
Con esta invitación todos se sintieron tranquilizados. Pero el pobre avioncito, que había llegado el último y que tan feo les parecía a todos, no recibió más que insultos y burlas, lo mismo de los aviones grandes que de ya incluso de los pequeños avioncitos.
– ¡Qué feo es! – decían.
El pobre avioncito no sabía dónde meterse. Sentíase terriblemente abatido, por ser tan feo y porque todo el mundo se burlaba de él en el aeródromo.
Así pasó el tiempo y las cosas fueron de mal en peor. El pobre avioncito se vio despreciado por todos. Ya, hasta la vieja avioneta deseaba que estuviese lejos del hangar.
Entonces el avioncito huyó del hangar. Para que no se dieran cuenta no quiso volar. Como podía poner sus alas hacia delante, salió rodando por la carretera de acceso al aeródromo, con gran susto de unos coches que por allí pasaban y que le increparon tocando sus bocinas.
– «¡Me gritan porque soy tan feo!» – pensó el avioncito. Pero así y todo siguió rodando hasta que, por fin, llegó a los Campos de Vuelo donde viven los ultraligeros salvajes, y allí se pasó la noche abrumado de cansancio y tristeza.
A la mañana siguiente, los ultraligeros salvajes salieron del hangar, rodearon al avioncito con curiosidad y miraron a su nuevo compañero.
– ¿Y tú, qué eres? – le preguntaron, mientras el avioncito les hacía reverencias en todas direcciones, girando hacia todos los lados lo mejor que sabía.
– ¡Eres más feo que un pterodáctilo! ¡Y cómo gira! Le llamaremos Molinillo – dijeron los ULM salvajes – Pero eso no importa, puedes quedarte con tal que no quieras quedarte en ninguno de nuestros hangares porque no tenemos mucho sitio.
¡Pobre avioncito! Sólo quería que lo dejasen estar tranquilo. Miró el interior de uno de los hangares y aquello le pareció un enorme palacio. – «Con tanto sitio, donde duerme uno de ellos cabríamos seis como yo. Pobrecitos. Están tan apretados que tienen que salir primero los de delante para que salgan los del fondo. Si pudieran poner las alas a lo largo de su cuerpo como yo, no tendrían ese problema.» –
Unos días más tarde aparecieron por allí dos aeronaves con unas alas muy muy largas y muy muy finas. Pensó que se parecían a las suyas, que también eran largas y finas, pero ellos las tenían fijas, como los demás. -Mira, muchacho – comenzaron diciéndole, -eres tan feo que nos caes simpático. ¿Quieres venirte con nosotros? – . Molinillo, que ya todos le llamaban así, solo por alejarse de la indiferencia que con él tenían los ultraligeros salvajes aceptó. – Gracias, salgamos cuanto antes – les insistió. Las dos aeronaves se echaron a reír. – tranquilo, nosotros no tenemos motor. Hay que esperar hasta mañana que vuelva a hacer calor y entonces podremos volar. –
El avioncito se sorprendió. – «¿No tienen motor? ¡Que raros, no pueden volar cuando quieran!». –
Pero ya había decidido irse y emprendió el vuelo. Enseguida se alejó de la zona. Cuando llevaba un tiempo volando, se levantó tanto viento, que le costaba no poco trabajo avanzar. Pero no le importaba. Él podía volar con mucho más viento. Incluso podía quedarse parado en el aire y hasta volar hacia atrás. Se estaba divirtiendo de lo lindo. Por todos los Campos que sobrevolaba, veía a los ultraligeros salvajes y a las grandes y pequeñas avionetas paradas en tierra, incluso se metían en los hangares.
– «¡Qué raros!» – pensó – «¡Con lo divertido que es el viento y que estén todos parados! No lo entiendo., es como si tuvieran miedo al viento». – Y siguió volando y disfrutando.
Hacia el crepúsculo llegó a un pista tan solitaria que parecía abandonada. Era una pista no legalizada. Solo había un pequeño hangar, detrás del cuál había una aeronave como nunca había visto antes, pues quedaban muy pocas. En otro tiempo abundaban en los cielos, pero una plaga, «la plaga del plástico», los había prácticamente exterminado. Decidió acercarse por curiosidad hasta donde estaba esa aeronave con ala triangular y descansar.
– Hola. – Dijo Molinillo. La aeronave no contestó.
– «Será un poco sorda». – Pensó y repitió – Hola, ¿no me oye? –
– Si te oigo, pero no te contesto porque solo quieres reírte de mí porque tengo el ala triangular, no tengo palancas y no tengo cola. –
– ¡No! – dijo Molinillo. – Yo no quiero reírme de nadie. Cada uno es como es y tenemos que aceptarnos como somos. ¡De mí también se ríen! Sólo tengo curiosidad. ¿Qué tal se vuela con ese ala? –
– ¿Qué tal se vuela? Has de saber, jovencito, que nosotros, los pendulares, somos las aeronaves más ágiles y divertidas que han surcado jamás los cielos. Podemos volar a ras de suelo, aterrizar en prácticamente cualquier lado y volar tan despacito que dirías que flotas como un globo en vez de volar. –
– ¡Yo también! – dijo Molinillo entusiasmado, contento porque había encontrado una aeronave como él. Se había fijado que, como el del pendular, su cuerpo se colgaba del ala con un solo tornillo. ¡Igual él también era un pendular! – Los vuelos rasos son muy divertidos, aunque hay que tener cuidado por si se parara el motor, pero como tengo la energía del rotor, aunque se me parara puedo aterrizar con seguridad en muy poco espacio. Lo que más me gusta es cuando desciendo en vertical, girando sobre mi propio eje como si fuera un torbellino de viento. Y en días de mucho viento es divertidísimo volar. Puedo salir a volar sin ir a ningún lado y disfrutar encima de la pista como si estuviera bailando con el viento. –
– ¡Pero yo no puedo volar con mucho viento! – dijo el pendular. – Precisamente estoy detrás del hangar para protegerme porque podría volcar. ¡Y no puedo descender en vertical ni girando sobre mi eje porque…. entraría en pérdida! – y le dio un escalofrío que le puso los sables del ala de punta.
– ¿Qué es eso de la pérdida? – preguntó Molinillo con curiosidad. Nunca había oído hablar de ella.
– ¿La pérdida?. Es cuando el ala se queda sin viento y entonces no puedes corregir hacia dónde quieres ir. Se llama quedarse sin mando – Le explicó el pendular demostrando gran cátedra.
– Pero yo siempre tengo mando. Mi ala siempre tiene velocidad aunque yo esté parado. – Se quedó un momento reflexionando y le preguntó con ingenuidad: – ¿Duele entrar en pérdida? –
El pendular dejó de hablarle pensando que Molinillo estaba tomándole el pelo. -¡Puf, Que no entra en pérdida! Todos los aviones entran en pérdida. ¡Niñato! – y se dio la vuelta para darle la espalda con tanto ímpetu que asomó la punta del ala por el borde del hangar y el viento se la levantó, rodando por el suelo hasta que paró contra unos árboles que había en cabecera de pista (de ahí que fuera no legalizada por eso y por unos cables de alta tensión en la otra cabecera) con las ruedas hacia arriba, meneándolas como si fuera un insecto.
– «¡Que tío más raro!» – pensó Molinillo – «Dice que es el más ágil del mundo mundial y resulta que no hace la mitad de cosas que puedo hacer yo. Y además…. no me creo eso de la pérdida o como se diga. ¡Eso es imposible!». –
Intentó ayudar al pendular, pero el viento era tan fuerte que le resultaba imposible levantarle. Lo intentaría cuando bajara el viento, así que se fue a dormir.
Le despertó el ruido de un motor. Estaba amaneciendo. Hacía una mañana preciosa. El viento había desaparecido. Pero, ¿Quién podía estar a esas horas haciendo tanto ruido? A él le gustaba dormir hasta bien entrada la mañana. En la cabecera de la pista había una cosa muy rara. Era un carrito con un pequeño motor y una gran rueda que rodeaba la hélice. Y una tela tirada en el suelo sujeta con muchos cables.
– ¡Ehh, deja de hacer ruido, que no son horas! –
– Perdona, dijo aquel extraño ser – . No podía ser un avión porque no tenía alas. Debía ser un coche porque tenía tres pequeñas ruedas. – Necesito salir muy temprano porque luego, con el calor y el viento mi vuelo puede ser peligroso. Piensa que mi ala es de tela. – Y dicho esto, aceleró y su ala de trapo se levantó del suelo como si un ángel desplegara sus alas y en pocos metros se levantó del suelo y despacito comenzó a volar. Su silueta contra el sol del amanecer le puso a Molinillo las pipas de las bujías de punta. – «Es bonito» – pensó – «Un poco raro porque tiene un ala que se pliega, pero es bonito. Me gusta, si no fuera por lo que hay que madrugar». – Y volvió a dormirse.
Poco después apareció un ultraligero muy feo con la piel de tela. ¡Ese si que era feo! Se le veía toda la estructura hecha de tubos y solo tenía piel de las alas de tela. Y las alas dobladas hacia arriba como si no tuviera fuerza para aguantarlas desplegadas. Parecía que se iba a romper.
– ¿Tú tampoco puedes volar tarde? – le preguntó con ironía harto de tanta molestia.
– No, lo siento. Cuando empieza a hacer calor, las térmicas me hacen subir y bajar mucho y llega a ser mareante, así que salgo temprano y vuelvo temprano.
– «Qué raros que son» – decidió Molinillo. – «A mí, las térmicas no me afectan tanto. Como mi ala es muy delgadita y flexible, cuando hay una térmica simplemente gira más rápido y se flexiona, por lo que hace como si tuviera amortiguadores. Eso me permite levantarme tarde y volar todo el día sin molestias. Tiene que ser muy aburrido estar todo el día parado esperando a que baje el calor». – Optó por levantarse. Se acordó del pendular que todavía estaba volcado, le ayudó y cuando estaba todo en orden, empezó a girar su rotor y despegó volando sin rumbo a recorrer el ancho mundo.
Y así fue como el avioncito se marchó. Voló durante mucho tiempo y voló lejos porque, aunque iba despacito, no se cansaba nunca. Y en todo este tiempo, ningún otro avión quería tratarse con él por lo feo que decían que era.
Cierta tarde, mientras el sol se ponía en un maravilloso crepúsculo y él estaba descansando en un camino de parcelaria cerca de una gasolinera, emergieron del horizonte muchas aeronaves que giraban sus alas como él. Molinillo no había visto nunca unos aviones tan espléndidos. Eran de colores llamativos, y tenían largos y finos carenados. A la vez que volaban raso, rugían sus motores y sus alas hacían un maravilloso sonido al girar, todos acompasados como si de una orquesta se tratara.
Pasaron por encima de él y Molinillo sintió como le hervía el líquido refrigerante y se sintió lleno de una rara inquietud. Su rotor comenzó a dar vueltas, imitándolos. ¡Ah, jamás podría olvidar aquellos hermosos aviones, pero no podía ni soñar en seguirles porque le rechazarían como todos! No tenía idea de cuál podría ser el nombre de aquellas aeronaves y, sin embargo, eran más importantes para él que todas las que había conocido hasta entonces.
Al día siguiente emprendió otra vez el vuelo, pero aquella gratificante visión que en un primer momento le había llenado el corazón de inquietud y vida, se fue transformando en una profunda pena y decepción. ¿Por qué todo el resto de aeronaves le despreciaba? Alicaído, aterrizó en un pequeño aeródromo de una pequeña y fría ciudad y allí se quedó agazapado. No tenía fuerzas ni ánimo para emprender otra vez el vuelo.
A punto de perder la última carga de su batería, apareció un piloto local que siempre había volado aviones de ala fija, lo recogió y lo llevó a su cálido hangar. Al piloto parecía no importarle el aspecto que tuviera. Incluso parecía que le agradaba. Le trataba con cariño. El respeto era mutuo. El piloto hablaba bien de él. Comenzaron a volar juntos.
Nuestro amigo le perdonaba al piloto en muchas ocasiones cuando cometía errores. Al fin y al cabo, él volaba mucho mejor que el piloto. Estuvieron practicando, junto con la hija del piloto, para orientarse sobre el terreno, sin la maldita Guía Para Simples, practicaron cuánto rato podían volar hasta que se quedaran sin gasolina, y practicaban a aterrizar muy cerca de una línea y detenerse enseguida.
Nuestro amigo y sus nuevos colegas disfrutaban muchísimo juntos y se divertían, a la par que se iban conociendo mucho mejor, llegando a ser grandes amigos.
Un día, el piloto le anunció que participarían en una competición. -¿Qué es eso? – preguntó. – Es una reunión de amigos donde todos hacen las mismas pruebas y gana el mejor aparato y el piloto que menos se equivoque.
A nuestro autogiro le pareció muy divertido. Además, las pruebas eran como las que habían estado volando todo el invierno y la primavera. Él se sentía fuerte. Se había hecho mayor.
Y ganaron la competición. Era impensable. Un avioncillo tan feo como él, que siempre le habían despreciado y que nadie hubiera pensado que podría competir contra los pequeños ultraligeros, o los aviones, o los pendulares, o contra todos los que había conocido.
Y ganó. Era la primera vez que ocurría algo así. Él no se lo creía. ¡Era imposible!. La alegría le embargaba. Era el mejor pequeño avioncito de toda la zona.
Y las otras aeronaves empezaron a rodearle y a felicitarle. Y algunos hasta le hicieron insinuaciones de lo bien que volaba y lo fácil que era ganar con él.
Y los aviones viejos se inclinaron ante él. Era muy, pero que muy feliz. Y mientras recordaba los desprecios y humillaciones del pasado, oía cómo todos decían ahora que era la más hermosa de las aeronaves.
Y ya ninguno le volvió a decir feo. Sabía que si se lo decían era por envidia. Pero lo más importante es que a él ya no le importaba si se lo decían, porque había entendido que todos los aviones tienen sus rarezas. Y quizás … él era el menos raro.